El día en que perdió a su esposa, pensó que nunca más iba a ser feliz. Que todo se había terminado para él. Que el amor, tal como lo conoció, lo había abandonado para siempre.
Creyó que nunca más iba a sentir que su corazón latía al ritmo de otra persona, de otra sonrisa. De su alma gemela haciéndole compañía.
En los meses previos a que ella partiera, se imaginaba que iba a extrañarla muchísimo.
Pero jamás creyó que iba a ser tan difícil.
Le faltaba todo: le faltaba ella. Y, por otro lado, le sobraba tanto… tanto tiempo en sus días, tanto espacio en su hogar.
En el último tiempo, tan doloroso por esa maldita enfermedad, se habían desprendido casi de todo. Ya no quedaba nada de ella en la casa, salvo algo de ropa, sus perfumes y un pequeño cofre, con las pocas joyas de oro que habían heredado tantos años atrás.
Le costaba dormir de noche. Se levantaba, una y otra vez, con el alma oprimida por la angustia o el llanto.
Entre tantas otras cosas que intentaba para llenar su vacío y esas horas que no pasaban más, empezó a distraerse contemplando el cielo. Desde el atardecer hasta bien entrada la madrugada.
Pensó que, en todo el tiempo que le sobraba, podría averiguar y aprender el nombre de cada estrella, de cada constelación. Ver el paisaje nocturno y descubrir sus cambios, de una noche a la otra. Imaginar −por qué no− que su esposa estaba por allí, vagando por ese cielo tan oscuro, brillando como siempre lo había hecho. Iluminando su vigilia, acompañando su soledad.
Siguió haciéndolo, por semanas y semanas, en busca de una señal de su amada. O quizás, de alguna prueba de que Dios realmente existía y que no lo había abandonado en su duelo.
Después de noches y noches en vela, descubrió algo lejano, al sur. Cerca de una cruz formada por cuatro estrellas, lo sorprendió una luz única que opacaba todo a su alrededor. Igual que lo hacía su esposa.
Buscó entre sus trastos un viejo catalejo que tenía desde pequeño y gracias a él, pudo verla mejor.
Vio… y creyó.
Supo que pronto debía ponerse en camino.
Para mirar esa luz de cerca. Para alcanzarla y tal vez cobijarse, amparado por ella y por todo lo que transmitía a su corazón.
Nunca imaginó que, a partir de ese día, su vida iba a cambiar para siempre. No sólo su vida y su historia: también iba a cambiar la historia de toda la humanidad.
Salió de su casa. Cargó en su camello solamente el cofre con las joyas de oro y partió, rumbo a Belén.
AUTOR: Gonzalo Salesky

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